Un farol, metido dentro de una alambrera, para evitar que lo rompiesen los chicos a pedradas, colgaba de una de sus paredes negras. (...) En otro clima más húmedo, la Corrala hubiera sido un foco de infección; el viento y el sol de Madrid, ese sol que saca ronchas en la piel, se encargaba de desinfectar aquella madriguera. Para que en aquella casa hubiera siempre algo terrible y trágico, al entrar solía verse en el portal o en el pasillo una mujer borracha y delirante, que pedía limosna e insultaba a todo el mundo, a quien llamaban La Muerte. Debía ser muy vieja o lo parecía al menos; su mirada era extraviada, su aspecto huraño, la cara llena de costras; uno de sus párpados inferiores, retraído por alguna enfermedad, dejaba ver en el interior del globo del ojo, sangriento y turbio. Solía andar La Muerte cubierta de harapos, en chanclas, con una lata y un cesto viejo, donde recogía lo que encontraba. Por cierta consideración supersticiosa no la echaban a la calle.